Santa Carracuca dijo,
“¡Que te den!”
En frente tenía un
mostrador muy fino y elegante, posiblemente de madera de haya, muy clarita, con
un fuerte acento a diseño sueco, todo muy drástico en cuanto a formas cortantes
y ángulos rectos. Además profusión de cristales ahumados. Debajo del mostrador
habían colocado unas letras de aluminio o acero, brillantes y contundentes, con
el logotipo y el nombre de la clínica “Jovellanos
& Cardioventura”, justo en el panel que Carlos veía desde su asiento
azul, igual a otros asientos azules donde otros pacientes, clientes, esperaban
su turno.
La señorita que atendía tras el mostrador era todo
sonrisas y formas muy redondeadas; parecía una azafata de “British Airways” pero con otro uniforme. Tenía un curioso pitorrito
que le salía de su espesa y estudiada melena,
con el que parecía atender la centralita.Encima del mostrador, justo a la derecha de donde la señorita atendía a los clientes, el mueble de haya continuaba bordeando una pared de acero corten oxidada. La repisa acompañaba la curva de un pasillo donde se exponían recipientes de cristal del tamaño de un cubo de fregar llenos de piedras negras y blancas, alarde estúpido de creatividad de un decorador de medio pelo. A Carlos le pareció una memez el mostrador, la señorita y sus abundantes atributos, el estúpido mueble y la pared oxidada de chapa con aquella curva tan imbécil como los asientos azules que parecían extraídos del patio de butacas de un mini cine.
Carlos estaba cabreado. El Dr. Jovellanos le había citado circunspecto y con voz de saber mucho, grave y especializada; esa voz que ponen los supermédicos que cobran mucho.
El supuso que esa voz se enseñaba en la facultad de supermédicos. Era parte del proceso de aprendizaje El catedrático les habría dicho:
“El cliente nunca tiene razón, tu sí”.
Lo está porque teme que las noticias le jodan la vida. Sabe que su dolencia no es ni siquiera conocida como para formar parte de unas estadísticas, a no ser que sean las del caso de Carlos Pérez Morriño lo sabe porque hace dos años que le hacen pruebas y más pruebas, tantas que las últimas hasta le ha dado vergüenza cobrárselas, porque colegas médicos de los que “lo saben todo” han visitado “Jovellanos & Cardioventura” venidos de todas partes del mundo para observar a Carlos, alfenómeno. Él lo sabe, sí. Carlos está cabreado porque e sabe que no saben nada.
No se puede apoyar en el puñetero respaldo del asiento
azul como otros clientes que sí se apoyan porque él tiene una enorme estrella
en la espalda. Es color cereza, como un antojo. En realidad como un antojo de
Stalin porque parece una estrella soviética en relieve y además se la han
extirpado tres veces en operaciones donde le quitaron piel del culo para
injertar en la espalda y así, aparte de no poder apoyarse en los respaldos de
los asientos, no podía sentarse tampoco. Tras cada operación la estrella volvía
a salir más roja, más soviética, más perfecta.
Los médicos estudiaron el “Caso de la estrella escarlata”.
Escribieron artículos supermédicos, superescritores, supergilipollas.La señorita hizo pasar a la niña rubia y pija con un futuro por delante y sin estrella roja. Pero si con la de su suerte pegada hipotéticamente al culo: sólo tenía un granito al lado de la nariz.
Carlos, además de lo que tenía encima, debería esperar a que la niña pija comentase su problema con súper Jovellanos. Se cagó en la niña; en la madre que la parió y en su grano. También se cagó en “Jovellanos & Cardioventura”. Más tarde la niña pija salió contenta de sentirse tan importante, estudiada y cobrada. Esa tarde tendría algo que contar en el club de campo con las amigas.
Carlos pensaba que si tuviese que contar, contaría, pero no sabía si tenía vida suficiente para terminar y desde luego no sería en el club de campo. Como mucho en el bar “Tarin”, donde echaba la partida.
La señorita azafata del micrófono tipo pitorrito le hizo señas. Eran casi como de la familia.
-El Dr. Jovellanos le atenderá ahora- dijo.
Carlos se levantó y caminó por el pasillo circular. La pared de chapa oxidada se interrumpía por una puerta de vidrio blanco muy elegante. A un lado se leía en un cartel de letras en relieve: “Dr. Jovellanos”.
Entró. El doctor siempre le recibía como si su presencia allí fuese lo más natural del mundo, como si fuese el tipo que pasa la fregona o la propia madre del doctor haciendo punto en el salón. No levantaba la cabeza de sus escritos: apuntes sobre la paciente anterior con una carpeta de tres hojitas. Después, sin mirar siquiera a Carlos, cogió el carpetón de quince centímetros de grueso donde se guardaba su historial. Consultó algo. Se reclinó en su butaca moderna de piel de vaca. Se entrelazó las manos sobre la barriga y cerró los ojos. Parecía como si no supiese que Carlos estaba allí y pensase echar una cabezadita. Pero no. Era pura y estudiada puesta en escena, teatralidad, también impartida en la universidad de los superfiguras de la alta medicina de consulta de piso caro.
El Dr. Jovellanos abrió los ojos lentamente. La mirada del doctor penetró los ojos de Carlos, pero Carlos hacía mucho que se conocía las tonterías de Jovellanos y estaba distraído mirando una marina de la playa de la Concha sólo para joderle el numerito al médico.
Jovellanos carraspeó.
-¡Ah! ¿Ya, ha terminado usted con sus cositas?
-Buenos días
señor Pérez
Morriño ¿cómo está?
-Igual que la semana pasada, más o menos ¿y
usted?
-Yo
bien Carlos, yo bien.
Jovellanos
trasladó sus manos entrelazadas de su prominente barriga a su escritorio. Lo
hizo como si una mano acariciase a la otra y viceversa. El show continuaba.
-Querido amigo, hace ya dos años que nos
conocemos y sabe usted que hemos hecho todo lo posible por solucionar su
problema o mejor dicho, averiguar el motivo de la malformación que invade
irremisiblemente su cuerpo.
El súper
médico que lo sabe todo, no tiene ni puñetera idea de nada, piensa Carlos. - Y además -continúa Jovellanos– hemos contado con la inestimable opinión de los cerebros más eruditos del mundo
Que tampoco saben nada, por muy eruditos que sean, sigue pensando Carlos.
- …y después de tantas pruebas no puedo darle una solución, ni siquiera un diagnóstico, y desgraciadamente lo que puedo hacer -en esto coinciden mis colegas- es darle sólo una estimación de vida.
El cabrón le estaba hablando como si le comentase el presupuesto de la reforma del tendedero, no los días o semanas que le quedaban de vida que el jodido sabelotodo supermédico y sus putos eruditos colegas, habían determinado que le quedarían, y eso sí, en eso estaban de acuerdo.
-Carlos, -dijo el especialista haciendo girar los pulgares uno sobre otro como pequeñas hélices – creo que, aun siendo noticias terribles, todavía nos queda una opción que me gustaría que usted estudiase. Coja este folleto y léalo con calma y buena voluntad. Sé que mi propuesta le parecerá una locura,
¿Otra?, pensó Carlos
- …pero ya es nuestra única opción, lo único que le puedo ofrecer después de que la ciencia nos haya fallado.
-¿Cuánto me queda?- preguntó Carlos.
-Es difícil aventurarse…
-¿Cuánto?- repitió Carlos interrumpiendo sus divagaciones cobardes.
-Entre una semana y tres. Quizás un mes.
Las pequeñas hélices pulgares del médico pararon. Escondió las manos debajo de la mesa. Se las restregaba en la bata blanca. Sudaba.
-Querido Carlos coja este folleto y créame: sólo le queda eso, fé.
Carlos cogió el folleto. Era uno de esos alargados, un tríptico. En la cara principal se veía un cartel entre exclamaciones con letras en blanco que decía “Proyecto Carracuca”. Carlos se levantó de la silla también azul de la consulta del Dr. Jovellanos. Como él había dicho, no le quedaba ya más opción que aquel folleto asqueroso y críptico. Salió de la consulta con intención de no volver a entrar nunca más. Cerró la puerta educadamente aunque bullía por dentro tanta mala leche que le habría gustado reventar de un buen portazo el maldito cristal esmerilado de diseño de la puerta.
La señorita
neumática esperaba fuera. Ya habían estudiado el guión y cada uno sabía qué
hacer con Carlos. Desde luego era una situación delicada.
La azafata
le hizo un gesto con la mano indicándole que la siguiera. Giraron por el pasillo
moderno y redondo. A un lado, la pared de acero oxidado con puertas de cristal
como la del Dr. Jovellanos; al otro lado, una pared también redonda de cristal
que hacía desagradable caminar por el pasillo -a 22 pisos del suelo de hormigón
de la plaza Termiton-. Al final de la interminable curva había una puerta, sólo
una, negra y con unas letras blancas como en el folleto que le entregase el
Doctor. Se diría que aquel folleto era esa puerta pero en pequeñito. En el
cartel también ponía “Proyecto Carracuca”.
La señorita
abrió la puerta y, como por arte de magia o de la santa domótica, las luces,
muy estudiadas por cierto, se
encendieron y una música catedralicia empezó a sonar.
La
habitación, siguiendo el criterio memo de todo la consulta, era también circular.
Las paredes estaban pintadas de un estuco negro, como el suelo. En la sala
había una butaca de piel también negra y frente a ella un pequeño pedestal
forrado de raso negro. Encima había una urna de cristal; dentro de ella una
mano humana con los dedos cerrados en un gesto de puño apretado y el dedo
corazón levantado como diciendo “¡Que te den!”.
La
habitación estaba diseñada para focalizar toda la atención del visitante en
aquella urna. Carlos se sentó en la butaca negra, casi no podía separar la
vista de la urna con la mano seccionada y ofensora pero lo hizo: desdobló el
folleto y leyó las pocas frases que definían el “Proyecto Carracuca”.
El proyecto
Carracuca está basado en los buenos resultados obtenidos por la reliquia de la
Santa Carracuca de Nepomuceno, que murió desmembrada por cuatro mulas después
de seccionarle, un salvaje malón, las dos manos. Se dice que la Santa lo último
que les dijo a sus verdugos fue: “¡Que te den!” y lo hizo con el dedo corazón,
porque la lengua se la había arrancado una iguana amaestrada enviada por el
impío emperador. La mano derecha de la santa permanece incorrupta 1.234 años
después y sus milagros se cuentan por millares.
La clínica “Jovellanos &
Cardioventura” compró los restos de la Santa con fondos aportados por mecenas
que generosamente apoyan el “Proyecto Carracuca” para aportar una última
solución, allí donde la ciencia no puede
llegar.
Confíe en la Santa. Venere los restos de Carracuca y
espere el milagro salvador, su última opción.
Carlos arrugó el folletillo y haciendo puntería lo
estrelló contra la urna de la mano incorrupta de Santa Carracuca. Si le quedaba una
semana, dos, tres o cuatro no las desperdiciaría venerando los restos
asquerosos de un cadáver milenario. Aquella tarde tenía una partida de mus.
Viernes, 24 de septiembre de 2010