Millonario en caca
Una
oruga camina virtuosamente por el borde de una hoja baja de acebo. Esa planta
que la naturaleza ha dotado de la carnosidad no vegetal y el color y brillo del
plástico nuevo de un juguete.
Es
una oruga de esas urticantes, de rayas negras con fondo blanco y pintitas
naranja; ellas van avisando con su código de color: “¡Cuidado no me comas que
soy venenosa!” pero en su caso es mentira. Sólo es un truco. Algunos tordos
listos lo saben y se las comen igual.
Oruga
llega al final de su camino. No ha sido muy largo. Es una hoja quizá el doble
de larga que ella. Allí se encuentra con un escarabajo pelotero que la mira
fijamente como si esperase que ella se asustase de su terrorífico aspecto de
escarabajo que modela bolas de caca, pero no se asusta y esto decepciona un
poco al escarabajo y se infla como si contuviese aire para parecer más
importante.
-¿Qué quieres Pelotero? -dice Oruga, molesta
por encontrar un obstáculo en su camino.
-Bueno, nada especial, charla quizá- dice
Pelotero, pensativo.
-¡Ah, bueno! Si es así… de eso tengo un montón.
-¿A dónde vas?
-Posiblemente baje de esta hoja y después me
la coma ¿Y tú?
-¡Bah! Estoy aburrido. Para encontrar una
caca buena por aquí…
-¿Has hecho muchas pelotas de caca hoy?
-¡Que va! Ni una.
-Pues vaya.
-Eso me pasa por ser un insignificante ser,
genéticamente simple.
-¡Pues anda que yo! Sólo soy un tubo de
colores con patas, cabeza y culo pero relleno de líquidos… Yo sí que lo llevo
mal en cuanto a simplicidad morfológica ¿Verdad?
-Bueno chica, cada uno es lo que es. Tú mira
por ejemplo el topo, la de problemas que tiene. Para empezar es un mamífero y
por tanto seguro que es un depresivo porque todos lo son. Los topos no ven casi
nada, pues imagina uno que ve menos que los otros y si su pelo es feo o si se le cae o quizá
huele a mofeta y las topas no le quieren. No sé. Cuanto más complicado eres más
problemas tienes. Mira: tú, con tus líquidos interiores y tus colorines, comes
y cagas. Luego llega un orugo, hurga por ahí en tu retaguardia y tú pones un
montón de huevos y salen más orugas y orugos que hacen lo mismo que tú, tendrán
los mismos dibujos que tú y comerán las mismas hojas que tú.
Y yo
lo mismo: haré bolas de caca y me las comeré hasta que me muera y luego mis
hijos harán lo mismo y ¿sabes qué?
-¿Qué? – dice oruga.
-Pues que me encanta comer mis bolas de
caca.
-Pues di que sí, hombre.
En
medio de esta animada conversación algo ocurre y capta la atención de los dos
insectos que miran al cielo temiendo por su vida. El sol desaparece y lo que
era una agradable tarde en el “Mundo de a Ras de Suelo” se convierte en un
ocaso oscuro y mortecino.
Como
una montaña sobre otra y sobre otra se alza un hombre, que -desde la posición y
escala de los insectos- es lo más grande que puede haber. Exceptuando la vaca,
claro. El hombre levanta uno de esos gigantescos pies -tan grandes para Oruga y
Pelotero como una provincia- y cuando lo planta en la tierra, ignorando el “Mundo de a Ras de Suelo”, las hierbas
que se alzan orgullosas como arbolitos en miniatura; la araña que un poco más
allá ha construido un complejo urbanístico de filamentos brillantes y telas perfectamente
tejidas contenedoras de restos de insectos y de gotas de rocío; la senda, que
de tanto pasar, han marcado sobre el suelo las hormigas del quinto regimiento
regular; las piedras dispuestas porque sí y los huevos de un ciempiés que
esperan eclosionar en las primeras tardes calurosas primaverales; todo eso cabe
bajo la bota del hombre y cuando la levanta sólo deja desolación y entonces la
baja otra vez un poco más allá y repite su monstruoso avance destructivo
machacando otra porción de vida del “Mundo
de a Ras de Suelo”. Pero ahora se ha parado. Su perro olfatea por allí.
Sabe que están escondidos Pelotero, Oruga, Araña Peluda y un montón de gente
más que no se mete con nadie; están tranquilamente royendo hojas, haciendo
bolas de caca o comiéndose una mosca distraída. Pero toda esta gente para el
perro no es nada, sólo, si acaso, un divertimento, un juguete.
Oruga
y Pelotero miran para arriba. Justo encima de ellos el hombre mueve una de sus
manos y la lleva justo entre sus piernas. Después, con sus grandes dedos, coge
algo y tira de ello hacia abajo. Es la cremallera de sus pantalones. Para los
dos pequeños que miran desde abajo, aquello parece una inclusa por donde va a
salir en cualquier momento una escuadrilla de naves espaciales. Pero no: el hombre
mete allí la mano y lo siguiente que ven es llover. Gotas amarillas del tamaño
de una grosella caen desde muy alto, rebotando como bolas de cañón vertidas
desde el cielo, doblando hojas y flores y en especial la tela de la araña que
queda totalmente destruida. Parece que el hombre, con aquella arma secreta que
ha sacado de allí, quisiera barrer a todas las personas del “Mundo
de a Ras de Suelo” con ese líquido amarillo y maldito. El hombre termina
pero aún quedan algunas gotas que caen con más fuerza aún, cuando sacude su
arma antes de guardarla en el lugar de donde debían de haber salido las naves
espaciales.
El
perro lleva un rato dando vueltas, nervioso. Sus pezuñas no hacen tanto daño
como los zapatones del hombre pero aún así Oruga -que tiene una enorme gota
amarilla por sombrero- y Pelotero no se quedarán tranquilos hasta que no se
marchen los dos.
Perro
arquea su cuerpo y, a escasos centímetros de donde se encuentran Oruga y
Pelotero, suelta un hermoso choricito, caliente y jugoso, Pelotero no se lo
puede creer. Hace escasos segundos pensaba que moriría y ahora se morirá de
gusto. Es millonario en caca.
Oruga
continúa su camino. Tiene que terminar de cruzar la hoja y dar la vuelta. Ha
decidido comérsela. Mejor ahora que luego. Nunca se sabe.
El
hombre se llama Juan. Ha salido con Cartavio -que es como se llama el perro- a
pasear. No se retrasarán. Marta tiene la cena casi lista. Allí cerca está el
río y los prados de su suegro. Cartavio necesita correr y a Juan le apetece
echar un pito pero no lo va a hacer. Se lo ha prometido a Marta. Caminan por
una senda hasta uno de los prados. Su suegro ha dejado lo de las vacas. Ya no
dan dinero, sólo trabajo y los prados están desatendidos. Juan mira a su
alrededor. Tiene el monte justo encima. Mientras lo admira decide orinar.
Cartavio también aprovecha y deja un regalito para quien lo quiera, piensa Juan y sonríe. Después mira las
montañas y se siente pequeño, infinitamente pequeño.
Fin
Jueves, 09 de septiembre de 2010
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