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domingo, 17 de junio de 2012


Millonario en caca



Una oruga camina virtuosamente por el borde de una hoja baja de acebo. Esa planta que la naturaleza ha dotado de la carnosidad no vegetal y el color y brillo del plástico nuevo de un juguete.

Es una oruga de esas urticantes, de rayas negras con fondo blanco y pintitas naranja; ellas van avisando con su código de color: “¡Cuidado no me comas que soy venenosa!” pero en su caso es mentira. Sólo es un truco. Algunos tordos listos lo saben y se las comen igual.

Oruga llega al final de su camino. No ha sido muy largo. Es una hoja quizá el doble de larga que ella. Allí se encuentra con un escarabajo pelotero que la mira fijamente como si esperase que ella se asustase de su terrorífico aspecto de escarabajo que modela bolas de caca, pero no se asusta y esto decepciona un poco al escarabajo y se infla como si contuviese aire para parecer más importante.

   -¿Qué quieres Pelotero? -dice Oruga, molesta por encontrar un obstáculo en su camino.

   -Bueno, nada especial, charla quizá- dice Pelotero, pensativo.

   -¡Ah, bueno! Si es así…  de eso tengo un montón.

   -¿A dónde vas?

   -Posiblemente baje de esta hoja y después me la coma ¿Y tú?

   -¡Bah! Estoy aburrido. Para encontrar una caca buena por aquí…

   -¿Has hecho muchas pelotas de caca hoy?

   -¡Que va! Ni una.

   -Pues vaya.

   -Eso me pasa por ser un insignificante ser, genéticamente simple.

   -¡Pues anda que yo! Sólo soy un tubo de colores con patas, cabeza y culo pero relleno de líquidos… Yo sí que lo llevo mal en cuanto a simplicidad morfológica ¿Verdad?

   -Bueno chica, cada uno es lo que es. Tú mira por ejemplo el topo, la de problemas que tiene. Para empezar es un mamífero y por tanto seguro que es un depresivo porque todos lo son. Los topos no ven casi nada, pues imagina uno que ve menos que los otros  y si su pelo es feo o si se le cae o quizá huele a mofeta y las topas no le quieren. No sé. Cuanto más complicado eres más problemas tienes. Mira: tú, con tus líquidos interiores y tus colorines, comes y cagas. Luego llega un orugo, hurga por ahí en tu retaguardia y tú pones un montón de huevos y salen más orugas y orugos que hacen lo mismo que tú, tendrán los mismos dibujos que tú y comerán las mismas hojas que tú.

Y yo lo mismo: haré bolas de caca y me las comeré hasta que me muera y luego mis hijos harán lo mismo y ¿sabes qué?

   -¿Qué? – dice oruga.

   -Pues que me encanta comer mis bolas de caca.

   -Pues di que sí, hombre.

En medio de esta animada conversación algo ocurre y capta la atención de los dos insectos que miran al cielo temiendo por su vida. El sol desaparece y lo que era una agradable tarde en el “Mundo de a Ras de Suelo” se convierte en un ocaso oscuro y mortecino.

Como una montaña sobre otra y sobre otra se alza un hombre, que -desde la posición y escala de los insectos- es lo más grande que puede haber. Exceptuando la vaca, claro. El hombre levanta uno de esos gigantescos pies -tan grandes para Oruga y Pelotero como una provincia- y cuando lo planta en la tierra, ignorando el “Mundo de a Ras de Suelo”, las hierbas que se alzan orgullosas como arbolitos en miniatura; la araña que un poco más allá ha construido un complejo urbanístico de filamentos brillantes y telas perfectamente tejidas contenedoras de restos de insectos y de gotas de rocío; la senda, que de tanto pasar, han marcado sobre el suelo las hormigas del quinto regimiento regular; las piedras dispuestas porque sí y los huevos de un ciempiés que esperan eclosionar en las primeras tardes calurosas primaverales; todo eso cabe bajo la bota del hombre y cuando la levanta sólo deja desolación y entonces la baja otra vez un poco más allá y repite su monstruoso avance destructivo machacando otra porción de vida del “Mundo de a Ras de Suelo”. Pero ahora se ha parado. Su perro olfatea por allí. Sabe que están escondidos Pelotero, Oruga, Araña Peluda y un montón de gente más que no se mete con nadie; están tranquilamente royendo hojas, haciendo bolas de caca o comiéndose una mosca distraída. Pero toda esta gente para el perro no es nada, sólo, si acaso, un divertimento, un juguete.

Oruga y Pelotero miran para arriba. Justo encima de ellos el hombre mueve una de sus manos y la lleva justo entre sus piernas. Después, con sus grandes dedos, coge algo y tira de ello hacia abajo. Es la cremallera de sus pantalones. Para los dos pequeños que miran desde abajo, aquello parece una inclusa por donde va a salir en cualquier momento una escuadrilla de naves espaciales. Pero no: el hombre mete allí la mano y lo siguiente que ven es llover. Gotas amarillas del tamaño de una grosella caen desde muy alto, rebotando como bolas de cañón vertidas desde el cielo, doblando hojas y flores y en especial la tela de la araña que queda totalmente destruida. Parece que el hombre, con aquella arma secreta que ha sacado de allí, quisiera barrer a todas las personas del  Mundo de a Ras de Suelo” con ese líquido amarillo y maldito. El hombre termina pero aún quedan algunas gotas que caen con más fuerza aún, cuando sacude su arma antes de guardarla en el lugar de donde debían de haber salido las naves espaciales.

El perro lleva un rato dando vueltas, nervioso. Sus pezuñas no hacen tanto daño como los zapatones del hombre pero aún así Oruga -que tiene una enorme gota amarilla por sombrero- y Pelotero no se quedarán tranquilos hasta que no se marchen los dos.

Perro arquea su cuerpo y, a escasos centímetros de donde se encuentran Oruga y Pelotero, suelta un hermoso choricito, caliente y jugoso, Pelotero no se lo puede creer. Hace escasos segundos pensaba que moriría y ahora se morirá de gusto. Es millonario en caca.

Oruga continúa su camino. Tiene que terminar de cruzar la hoja y dar la vuelta. Ha decidido comérsela. Mejor ahora que luego. Nunca se sabe.



El hombre se llama Juan. Ha salido con Cartavio -que es como se llama el perro- a pasear. No se retrasarán. Marta tiene la cena casi lista. Allí cerca está el río y los prados de su suegro. Cartavio necesita correr y a Juan le apetece echar un pito pero no lo va a hacer. Se lo ha prometido a Marta. Caminan por una senda hasta uno de los prados. Su suegro ha dejado lo de las vacas. Ya no dan dinero, sólo trabajo y los prados están desatendidos. Juan mira a su alrededor. Tiene el monte justo encima. Mientras lo admira decide orinar. Cartavio también aprovecha y deja un regalito para quien lo quiera,  piensa Juan y sonríe. Después mira las montañas y se siente pequeño, infinitamente pequeño.


Fin

Ignacio Junquera
Del libro " Chorreando sueños "
De venta en :
Jueves, 09 de septiembre de 2010

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