Chorreando sueños
Las
sabanas, en la oscuridad de su habitación libraban una batalla interna, solo
sus ojos guardados en sus parpados cerrados mostraban sus movimientos
erráticos, como lo hacía su cuerpo bajo las sabanas. Cuando despertó no
recordaba nada, como es habitual, los sueños tienden a esconderse de la
vigilia, como si no pásese nada, incluso
siendo la persona más sosa del mundo, salía a la calle y hacia una vida
corriente, sin recordar su realidad inconsciente, vivida en el territorio
insondable de los sueños, que al fin y al cabo no son más que las fabulosas
aventuras que los hombres corrientes viven sin saber que las viven, eso era
Alberto, corriente, pero lo que acababa de vivir, pues no se puede definir de
otra manera, porque allí estaba, fue una aventura épica, digna de grandes
conquistadores, aventureros, capitanes de destacamentos valerosos o héroes sin
nombre, pero de una intensidad tal que si en vez de un sueño hubiese sido una
vivencia real no habría tenido tanta nitidez, los sabores amargos, estridentes
y metálicos del miedo y la adrenalina no habrían atormentado sus papilas
gustativas de la misma forma.
Alberto
se despertó con la boca pastosa y no savia que había luchado con una tormenta
de arena dentro de un reloj, que un niño budista dio la vuelta para dejar
escapar el tiempo, mientras cronometraba el aleteo de una mosca, no savia nada
de todo esto, solo se levanto como cualquier día, se ducho, vistió, desayuno un
café y tres galletas María, y se fue a trabajar en aquella triste y aburrida
oficina del registro de la propiedad.
Su día
miserable, clon de otros días miserables, paso, y la noche vívida de locuras
interesantes y maravillosas, dignas de llenar las páginas de un escritor de
novelas juveniles, también paso, Caballos sudorosos cruzando estepas, un jefe
inmenso con siete cabezas cual “Hidra de
Lerna” y él, como un Hércules reencarnado, cortando en lucha singular sus
cabezas, mientras se reponían automáticamente igual que el monstruo de cabeza
renaciente de “Men in Black”,
luchando por defender un triste escritorio, territorio liberado y fértil donde
damas rubias, valquirias asustadas se protegen de el monstruo feroz, tras él.
El
amanecer de Alberto, como cualquier amanecer de cualquiera de nosotros, de
pronto a pasado el filtro del olvido, pacto sellado entre el territorio de los
sueños y la vigilia para mantenernos a todos en la inopia, para que nunca
sepamos que los héroes lo son, solo, porque alguien filtro información del
mundo de los sueños, para inspirar a los autores de las novelas donde aparecen,
donde finalmente viven, para que no sepamos que a veces ese infranqueable muro
que nos separa del territorio de “Si es posible”, a veces se resquebraja y
muestra todo su brillo y esplendor, pero solo a veces, esas que cuando te
despiertas recuerdas lo soñado y te preguntas, -¿Por dónde se va a este lugar,
porque me quiero quedar?, pero no puedes porque es un lugar donde solo se va, y
se viene.
Esa
mañana Alberto se miro los parpados caídos en el baño, las ojeras que se había
visto el día anterior siendo las mismas, o peor, no siéndolo, pero pareciéndose
tanto, que no le permiten darse cuenta de lo rápido que envejece.
En el
baño se cepilla los dientes y de pronto se fija que de su oído sale una especie
de pasta azul, como la de dientes, un azul eléctrico surcado de una rayita
blanca. Durante un rato se queda mirándose en el espejo, como un imbécil que
supone que su oído se ha convertido en un dosificador de dentífrico, y no se le
ocurre otra cosa que asustar a la imagen del espejo que tan tonta como él, le
imita, y después como segunda prueba de dudosa categoría científica, menea la
cara, de derecha a izquierda y viceversa, si, es estúpida pero se da cuenta de
que no se le ha ocurrido otra mejor, el chorrito de liquido pastoso con rallas
blancas se balancea como un pendiente tribal, o como un gusano gordo pendiendo
de una hoja de morera mordisqueada, de aquí para allá, la prueba no ha servido
de mucho, entonces Alberto se abofetea la mejilla opuesta haciendo que el
churrito se desprenda y caiga sobre el lavabo, desde luego no entiende nada, ni
ganas, es oficial de la oficina de registro de la propiedad, no un primo
desconocido de “Albert Einstein” y
desde luego no tiene dotes para la ciencia, se lava a conciencia, sobre todo el
oído supurante, luego continua con el proceso habitual de la cotidianeidad de
su aburrida existencia, es decir, sigue viviendo, apartando del camino un
obstáculo que si quisiese explicar, seria insalvable.
Por la
noche cuando llega a casa ya no recuerda el churrito y como es un poco cochino,
cuando lo ve otra vez, planta un dedo, y comprueba que la superficie del
churrito se a resecado un poco, lo pellizca, el interior jugoso le pringa e
dedo, lo huele y lo prueba, esta dulce, es lo único que puede recordar, porque
de pronto se ve luchando con el monstruo de don Cartavio de siete cabezas,
defendiendo a las dos becarias tías buenas con una regla y un cartabón, que
curiosamente han adquirido propiedades bélicas y defensivas impropias en esos
instrumentos de escritorio. Su vivencia extra real dura unos segundos, como un
chispazo, un tráiler del sueño de la noche anterior que con el recordatorio
puede revivir de nuevo, como si aquella pasta azul eléctrico con rayitas salida
de su oído fuese un concentrado especia, “Bobril”
o un “Avecrem” de los sueños, una
llave multi cerradura para liberar historias increíbles y fantásticas. Esta
idea genial, maravillosa, cruza por su mente y piensa que sería estupendo, la
mejor de las loterías, y para cerciorarse de que no solo es una ilusión, una
fantasía graciosa que se le ha ocurrido, vuelve a mojar el dedo índice en el
churrito ya aplastado, y después lo rechupetea. El flasazo se repite, en esta
ocasión una regla de escritorio convertida en la espada de “Conan” milimetrada de la marca “Centauro” le corta las siete cabezas al
monstruo “Don Cartavio” y como en los sueños todo es posible, las rubias
becarias corren a sus brazos, que en el sueño se han convertido en una poderosa
musculatura y el victorioso, pone su pie enfundado en unas botas de héroe
derivadas de sus habituales “John Smith”
blancas, sobre los restos sangrantes y siete veces decapitados de, Don Cartavio.
De
pronto la realidad aparta a codazos a la ficción, o lo que es lo mismo se acaba
la dosis de sueño embotellado, Alberto mira el churrito y se da cuenta de que
es poseedor del mayor tesoro de la humanidad, el mismísimo zumo de los sueños.
Corre a la cocina y coge un “Tupperware”
y con la punta de un cuchillo de mantequilla arrebaña el churrito del lavabo y
después lo mete en la nevera, no se vaya a estropear.
Aquella
noche fue retorcida y temerosa, soñó, más bien sufrió, los rigores del terror
en vena, sin cortapisas y vivió una pesadilla terrorífica, donde se veía morir,
no en sentido figurado, si no real porque de manera extra corpórea dentro de su
sueño veía, y sentía, como perdía el fuelle de sus pulmones y los minutos que
hubiese tardado en morir asfixiado si hubiese sido una situación real, no
soñada, se extendieron a lo largo de dos horas, donde ahogándose, negocio con
la parca, que le hacía preguntas de concurso de la tele que, si no savia, le
llevarían a la oscuridad total, sin embargo como pasa siempre en una pesadilla
donde se ha llegado a un esquinazo sin salida, a un camino sin retorno, al
final de una larga caída antes de estrellarse sobre un mar de riscos
puntiagudos, se despertó, sudoroso, palpitante, asustado, y con un churrito de
pasta negra como la pez surcada de mil rallas paralelas y rojas como hilos de
sangre saliendo por un agujero de su nariz.
Asustado
corrió al baño y se quito aquel engrudo terrible de su nariz, se lavo con ansia
esperando alejar los últimos vahos, y
vapores fugaces de la pesadilla aún fresca, instalada a perpetuidad en
sus recuerdos.
Más
calmado se volvió a dormir, no faltaban más de tres horas para que el
despertador, como el gong, de un cuadrilátero, sonase para devolverle a su
aburrida verdad.
Cuando,
legañoso se miro en el espejo del baño, se encontró que salía del otro oído un
churrito rosa, con hilitos verde hierva, los cogió con mimo, como si tomase con
su dedo la fragilidad y filigrana vital de una oruga, pero una muy especial,
entonces vio la porquería negra con filamentos rojos que estaba tirada en su
lavabo, y estuvo tentado de abrir el grifo y terminar con todo aquello, pero no
lo hizo, recogió la materia negra de las pesadillas y la guardo en otro “Tupperware”, como la sustancia
valiosísima que realmente era, después hizo lo mismo con la pasta rosa rallada
de verde, y también la guardo, pero antes cogió con la punta del cuchillo una
pizca y la probó.
Se vio
corriendo desnudo por un prado, que lejos de ser áspero como lo sería uno de
verdad, repleto de palitos, piedrecitas puntiagudas, hiervas secas y
pinchantes, tan blando y suave como si se tratase de un prado de filamentos
espumosos de suave seda, y sin calor ni frio, saltaba, como en una cama
elástica, con las caricias reincidentes
de la espuma de mar.
Al
regreso a la realidad de la frialdad de los baldosines que sus pies desnudos en
su cuarto de baño, se dio cuenta del potencial de su descubrimiento, corrió a
la cocina y con el mismo cuchillo pellizco un poquito de la pasta azul del
primer día, guardada en la nevera, un poco de la rosa y un fracción
microscópica de la negra.
Se vio
de pronto asfixiado por una hidra revitalizada con siete cabezas, de un jefe
voraz mientras él, contestaba en un susurro ahogado, ya sin aire, las preguntas
que la Hidra le hacía, lo hizo entre toses y agonía, ya no tenía espadas ni
cartabones, solo la palabra, pero está, tampoco acudía en su ayuda, porque la
hidra le asfixiaba con una de sus manos, sin embargo la pócima rosa hizo
también su efecto y sus fuerzas renovadas vencieron a sus terrores y por fin
pudo descansar junto a las becarias valquiria en los prados verdes y mollujosos
de su felicidad.
Era
verdad, lo había conseguido, era capaz de algo que nadie más en la faz de la
tierra podía conseguir, o al menos el común de los mortales, porque como había
visto en películas, existían laboratorios secretos por ahí, a los que se
les atribuía eso y mucho mas, pero no a los oficiales de oficina del
registro de la propiedad del mundo, esos, seguro que no.
Los días
siguieron siendo aburridos, suaves, idénticos, a otros tediosos y reincidentes
aburridos días, pero las mañanas cambiaron, porque cada una de ellas, cuando Alberto
se despertaba, le traían el maravilloso regalo de una noche de apasionadas
aventuras de amor, de batallas y situaciones increíbles, absolutamente
ininimaginables, pues no estaban delimitadas por las murallas de la razón, la
ley de Newton o la realidad. Algunas noches, quizá, producto de la gula de una
cena excesiva, pesadillas tan terribles, que como una sustancia abrasiva,
picante, toxica, había que utilizar con la moderación de los venenos y las
drogas peligrosas pero que en dosis correctas podían aderezar, poner chispa a
un coctel de sueños, cocinados por el alquimista de lo irreal, de lo soñado, en
el que Alberto se había convertido.
Durante
meses, años, experimento, probo, y estudio los sueños, calentura de su
imaginación enlatadas, y reproducidas, también aprendió a germinarlos,
mezclándolos entre si, a reproducirlos, cultivarlos.
Aprendió
que la materia de los sueños era tan nutritiva que no necesitaba alimentarse de
nada más. Que lo que el mismo producía, le bastaba, siendo así autosuficiente
hasta el extremo de solo necesitarse a sí mismo para vivir.
Con el
tiempo, la experiencia y su habilidad se fue aislando, no dejo de trabajar,
necesitaba pagar las facturas, no era un científico que vivía en un maravilloso
castillo inglés, no, solo era un modesto empleado de Cuenca en un piso
interior, pero ¿Qué mejor?, porque su vida poco a poco se dio la vuelta, como
un disco de vinilo para escuchar la segunda parte, o una tortilla de patatas
para terminar de cocinarse, y su realidad tediosa, repetitiva y aburrida se
convirtió en un “Estar” necesario para la vida, donde hacia todo aquello que se
hace para vivir, sin ningún interés, comer, trabajar, pagar impuestos, ver la
tele, y morir, y mientras hacía todo aquello empezó a vivir la vida del otro
lado del espejo, la que nadie tiene derecho a vivir traspasadas las puertas de
la vigilia, así Alberto se convirtió en todo aquello que quiso, en lo que las
combinaciones infinitas de sus sueños le permitieron, llegando a ser el único
ser vivo plenamente, absolutamente, sin cortapisas ni condiciones,
inmensamente, drásticamente, indiscutiblemente, feliz.
Ignacio Junquera
Cuento del libro Chorreando Sueños , de venta en :
Fin
Viernes,
08 de octubre de 2010
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