Translate

sábado, 16 de junio de 2012


Chorreando sueños

 





Las sabanas, en la oscuridad de su habitación libraban una batalla interna, solo sus ojos guardados en sus parpados cerrados mostraban sus movimientos erráticos, como lo hacía su cuerpo bajo las sabanas. Cuando despertó no recordaba nada, como es habitual, los sueños tienden a esconderse de la vigilia,  como si no pásese nada, incluso siendo la persona más sosa del mundo, salía a la calle y hacia una vida corriente, sin recordar su realidad inconsciente, vivida en el territorio insondable de los sueños, que al fin y al cabo no son más que las fabulosas aventuras que los hombres corrientes viven sin saber que las viven, eso era Alberto, corriente, pero lo que acababa de vivir, pues no se puede definir de otra manera, porque allí estaba, fue una aventura épica, digna de grandes conquistadores, aventureros, capitanes de destacamentos valerosos o héroes sin nombre, pero de una intensidad tal que si en vez de un sueño hubiese sido una vivencia real no habría tenido tanta nitidez, los sabores amargos, estridentes y metálicos del miedo y la adrenalina no habrían atormentado sus papilas gustativas de la misma forma.
Alberto se despertó con la boca pastosa y no savia que había luchado con una tormenta de arena dentro de un reloj, que un niño budista dio la vuelta para dejar escapar el tiempo, mientras cronometraba el aleteo de una mosca, no savia nada de todo esto, solo se levanto como cualquier día, se ducho, vistió, desayuno un café y tres galletas María, y se fue a trabajar en aquella triste y aburrida oficina del registro de la propiedad.
Su día miserable, clon de otros días miserables, paso, y la noche vívida de locuras interesantes y maravillosas, dignas de llenar las páginas de un escritor de novelas juveniles, también paso, Caballos sudorosos cruzando estepas, un jefe inmenso con siete cabezas cual “Hidra de Lerna” y él, como un Hércules reencarnado, cortando en lucha singular sus cabezas, mientras se reponían automáticamente igual que el monstruo de cabeza renaciente de “Men in Black”, luchando por defender un triste escritorio, territorio liberado y fértil donde damas rubias, valquirias asustadas se protegen de el monstruo feroz, tras él.
El amanecer de Alberto, como cualquier amanecer de cualquiera de nosotros, de pronto a pasado el filtro del olvido, pacto sellado entre el territorio de los sueños y la vigilia para mantenernos a todos en la inopia, para que nunca sepamos que los héroes lo son, solo, porque alguien filtro información del mundo de los sueños, para inspirar a los autores de las novelas donde aparecen, donde finalmente viven, para que no sepamos que a veces ese infranqueable muro que nos separa del territorio de “Si es posible”, a veces se resquebraja y muestra todo su brillo y esplendor, pero solo a veces, esas que cuando te despiertas recuerdas lo soñado y te preguntas, -¿Por dónde se va a este lugar, porque me quiero quedar?, pero no puedes porque es un lugar donde solo se va, y se viene.
Esa mañana Alberto se miro los parpados caídos en el baño, las ojeras que se había visto el día anterior siendo las mismas, o peor, no siéndolo, pero pareciéndose tanto, que no le permiten darse cuenta de lo rápido que envejece.
En el baño se cepilla los dientes y de pronto se fija que de su oído sale una especie de pasta azul, como la de dientes, un azul eléctrico surcado de una rayita blanca. Durante un rato se queda mirándose en el espejo, como un imbécil que supone que su oído se ha convertido en un dosificador de dentífrico, y no se le ocurre otra cosa que asustar a la imagen del espejo que tan tonta como él, le imita, y después como segunda prueba de dudosa categoría científica, menea la cara, de derecha a izquierda y viceversa, si, es estúpida pero se da cuenta de que no se le ha ocurrido otra mejor, el chorrito de liquido pastoso con rallas blancas se balancea como un pendiente tribal, o como un gusano gordo pendiendo de una hoja de morera mordisqueada, de aquí para allá, la prueba no ha servido de mucho, entonces Alberto se abofetea la mejilla opuesta haciendo que el churrito se desprenda y caiga sobre el lavabo, desde luego no entiende nada, ni ganas, es oficial de la oficina de registro de la propiedad, no un primo desconocido de “Albert Einstein” y desde luego no tiene dotes para la ciencia, se lava a conciencia, sobre todo el oído supurante, luego continua con el proceso habitual de la cotidianeidad de su aburrida existencia, es decir, sigue viviendo, apartando del camino un obstáculo que si quisiese explicar, seria insalvable.
Por la noche cuando llega a casa ya no recuerda el churrito y como es un poco cochino, cuando lo ve otra vez, planta un dedo, y comprueba que la superficie del churrito se a resecado un poco, lo pellizca, el interior jugoso le pringa e dedo, lo huele y lo prueba, esta dulce, es lo único que puede recordar, porque de pronto se ve luchando con el monstruo de don Cartavio de siete cabezas, defendiendo a las dos becarias tías buenas con una regla y un cartabón, que curiosamente han adquirido propiedades bélicas y defensivas impropias en esos instrumentos de escritorio. Su vivencia extra real dura unos segundos, como un chispazo, un tráiler del sueño de la noche anterior que con el recordatorio puede revivir de nuevo, como si aquella pasta azul eléctrico con rayitas salida de su oído fuese un concentrado especia, “Bobril” o un “Avecrem” de los sueños, una llave multi cerradura para liberar historias increíbles y fantásticas. Esta idea genial, maravillosa, cruza por su mente y piensa que sería estupendo, la mejor de las loterías, y para cerciorarse de que no solo es una ilusión, una fantasía graciosa que se le ha ocurrido, vuelve a mojar el dedo índice en el churrito ya aplastado, y después lo rechupetea. El flasazo se repite, en esta ocasión una regla de escritorio convertida en la espada de “Conan” milimetrada de la marca “Centauro” le corta las siete cabezas al monstruo “Don Cartavio” y como en los sueños todo es posible, las rubias becarias corren a sus brazos, que en el sueño se han convertido en una poderosa musculatura y el victorioso, pone su pie enfundado en unas botas de héroe derivadas de sus habituales “John Smith” blancas, sobre los restos sangrantes y siete veces decapitados de, Don Cartavio.
De pronto la realidad aparta a codazos a la ficción, o lo que es lo mismo se acaba la dosis de sueño embotellado, Alberto mira el churrito y se da cuenta de que es poseedor del mayor tesoro de la humanidad, el mismísimo zumo de los sueños. Corre a la cocina y coge un “Tupperware” y con la punta de un cuchillo de mantequilla arrebaña el churrito del lavabo y después lo mete en la nevera, no se vaya a estropear.
Aquella noche fue retorcida y temerosa, soñó, más bien sufrió, los rigores del terror en vena, sin cortapisas y vivió una pesadilla terrorífica, donde se veía morir, no en sentido figurado, si no real porque de manera extra corpórea dentro de su sueño veía, y sentía, como perdía el fuelle de sus pulmones y los minutos que hubiese tardado en morir asfixiado si hubiese sido una situación real, no soñada, se extendieron a lo largo de dos horas, donde ahogándose, negocio con la parca, que le hacía preguntas de concurso de la tele que, si no savia, le llevarían a la oscuridad total, sin embargo como pasa siempre en una pesadilla donde se ha llegado a un esquinazo sin salida, a un camino sin retorno, al final de una larga caída antes de estrellarse sobre un mar de riscos puntiagudos, se despertó, sudoroso, palpitante, asustado, y con un churrito de pasta negra como la pez surcada de mil rallas paralelas y rojas como hilos de sangre saliendo por un agujero de su nariz.
Asustado corrió al baño y se quito aquel engrudo terrible de su nariz, se lavo con ansia esperando alejar los últimos vahos, y  vapores fugaces de la pesadilla aún fresca, instalada a perpetuidad en sus recuerdos.
Más calmado se volvió a dormir, no faltaban más de tres horas para que el despertador, como el gong, de un cuadrilátero, sonase para devolverle a su aburrida verdad.
Cuando, legañoso se miro en el espejo del baño, se encontró que salía del otro oído un churrito rosa, con hilitos verde hierva, los cogió con mimo, como si tomase con su dedo la fragilidad y filigrana vital de una oruga, pero una muy especial, entonces vio la porquería negra con filamentos rojos que estaba tirada en su lavabo, y estuvo tentado de abrir el grifo y terminar con todo aquello, pero no lo hizo, recogió la materia negra de las pesadillas y la guardo en otro “Tupperware”, como la sustancia valiosísima que realmente era, después hizo lo mismo con la pasta rosa rallada de verde, y también la guardo, pero antes cogió con la punta del cuchillo una pizca y la probó.
Se vio corriendo desnudo por un prado, que lejos de ser áspero como lo sería uno de verdad, repleto de palitos, piedrecitas puntiagudas, hiervas secas y pinchantes, tan blando y suave como si se tratase de un prado de filamentos espumosos de suave seda, y sin calor ni frio, saltaba, como en una cama elástica, con las  caricias reincidentes de la espuma de mar.
Al regreso a la realidad de la frialdad de los baldosines que sus pies desnudos en su cuarto de baño, se dio cuenta del potencial de su descubrimiento, corrió a la cocina y con el mismo cuchillo pellizco un poquito de la pasta azul del primer día, guardada en la nevera, un poco de la rosa y un fracción microscópica de la negra.
Se vio de pronto asfixiado por una hidra revitalizada con siete cabezas, de un jefe voraz mientras él, contestaba en un susurro ahogado, ya sin aire, las preguntas que la Hidra le hacía, lo hizo entre toses y agonía, ya no tenía espadas ni cartabones, solo la palabra, pero está, tampoco acudía en su ayuda, porque la hidra le asfixiaba con una de sus manos, sin embargo la pócima rosa hizo también su efecto y sus fuerzas renovadas vencieron a sus terrores y por fin pudo descansar junto a las becarias valquiria en los prados verdes y mollujosos de su felicidad.
Era verdad, lo había conseguido, era capaz de algo que nadie más en la faz de la tierra podía conseguir, o al menos el común de los mortales, porque como había visto en películas, existían laboratorios secretos por ahí,  a los que se  les atribuía eso y mucho mas, pero no a los oficiales de oficina del registro de la propiedad del mundo, esos, seguro que no.
Los días siguieron siendo aburridos, suaves, idénticos, a otros tediosos y reincidentes aburridos días, pero las mañanas cambiaron, porque cada una de ellas, cuando Alberto se despertaba, le traían el maravilloso regalo de una noche de apasionadas aventuras de amor, de batallas y situaciones increíbles, absolutamente ininimaginables, pues no estaban delimitadas por las murallas de la razón, la ley de Newton o la realidad. Algunas noches, quizá, producto de la gula de una cena excesiva, pesadillas tan terribles, que como una sustancia abrasiva, picante, toxica, había que utilizar con la moderación de los venenos y las drogas peligrosas pero que en dosis correctas podían aderezar, poner chispa a un coctel de sueños, cocinados por el alquimista de lo irreal, de lo soñado, en el que Alberto se había convertido.
Durante meses, años, experimento, probo, y estudio los sueños, calentura de su imaginación enlatadas, y reproducidas, también aprendió a germinarlos, mezclándolos entre si, a reproducirlos, cultivarlos.
Aprendió que la materia de los sueños era tan nutritiva que no necesitaba alimentarse de nada más. Que lo que el mismo producía, le bastaba, siendo así autosuficiente hasta el extremo de solo necesitarse a sí mismo para vivir.
Con el tiempo, la experiencia y su habilidad se fue aislando, no dejo de trabajar, necesitaba pagar las facturas, no era un científico que vivía en un maravilloso castillo inglés, no, solo era un modesto empleado de Cuenca en un piso interior, pero ¿Qué mejor?, porque su vida poco a poco se dio la vuelta, como un disco de vinilo para escuchar la segunda parte, o una tortilla de patatas para terminar de cocinarse, y su realidad tediosa, repetitiva y aburrida se convirtió en un “Estar” necesario para la vida, donde hacia todo aquello que se hace para vivir, sin ningún interés, comer, trabajar, pagar impuestos, ver la tele, y morir, y mientras hacía todo aquello empezó a vivir la vida del otro lado del espejo, la que nadie tiene derecho a vivir traspasadas las puertas de la vigilia, así Alberto se convirtió en todo aquello que quiso, en lo que las combinaciones infinitas de sus sueños le permitieron, llegando a ser el único ser vivo plenamente, absolutamente, sin cortapisas ni condiciones, inmensamente, drásticamente, indiscutiblemente, feliz.

Ignacio Junquera
Cuento del libro Chorreando Sueños , de venta en :
Fin
Viernes, 08 de octubre de 2010

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario